Hace treinta años dos camionetas irrumpieron en la noche a un caserío humilde, zona rural de Envigado, a un kilómetro más arriba del colegio de los Benedictinos en la frontera con Medellín. Allí quedaba Oporto, un bar que en las noches de terror, que en 1990 eran todas, daba avivamiento y compañía a juveniles sueños: de las familias agremiadas que lo erigieron y los estudiantes y amantes que lo frecuentaban. De los carros descendió casi una docena de hombres, armados y con pasamontañas. Diez minutos luego de cesar los disparos y haber escuchado difuminarse en la distancia los motores estruendosos, con la misma impunidad que hasta hoy dura, vecinos salieron de sus casas para ver tendidos en el pasto a veintitrés hombres; ocupaban una hilera de ocho metros y, apretujados, sus hombros los juntaban uno con otro -y pienso en los Pájaros de antaño, agretes, pero meticulosos empalando sus presas-.
Dichos, pues en la nación del olvido es lo único que sobrevive, sugieren que la matanza fue ordenada por Pablo Escobar, en un acto de terrorismo para castigar a las élites antioqueñas que apoyaban al Gobierno en la implementación de la extradición. Pero en la nación del sin-sentido nunca hay sólo una versión, y en cambio docenas que se suceden, la siguiente más mórbida que la anterior; así, el extinto Departamento Administrativo de Seguridad -D.A.S- entregó para la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en 1992, un informe donde señala como responsable a Seguridad y Control, un quién-sabe-qué organismo adscrito a la Alcaldía de Envigado.
Y dirá el crítico que esto (ya) es paisaje, que en el recuerdo no hay sino dolor e inconveniencia. Nunca mejor, porque en el país de los indolentes hacer memoria es de resentidos y la justicia una quimera, que nunca llega. Yo lo digo hoy, pues vivo en Oporto; en adobes y mármoles opulentos que llegaron hace diez años para encubrir con riqueza las cenizas del crimen. Lloro por nosotros, que no sabemos del pasado y evadimos la historia, y por las víctimas, que habrá de perdonarme el duelo caduco. Doblar aquella esquina no será más de risa, sino de agachar la mirada.
¿Será por esto que, antes de despertar en las noches de luna llena, una palurda de aves me caga encima?
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