Por favor, gente, Juliana no se come, se fuma; y ese día me bastó dos batazos.
No sé sostener el encendedor, erro en cada intento de avivar la llama, el tenue dolor por la fricción en mi dedo lastima más mi ego que mi piel. Aspiro con ansias, no entiendo de mesura, vengo aquí por el escape, entre más rápido la salida, mejor. Intento contener el aire, así me enseñaron, pero toso, toso mucho, me ahogo; bebo como puedo el agua de mi roído termo negro, dejo de hablar unos minutos, no puedo hablar. Me conozco, sé que es suficiente. La semilla ya fue germinada, y en esta tierra virgen la flor no tardará en brotar; quince minutos –para ser exactos–.
Converso con alguien, lo miro, él me mira, y yo siento calor; en mi pecho el corazón acelera su ritmo, es intempestivo, la sangre corre de mis pies a mis dedos, vuelve a mi cabeza y surca el pectoral; de repente me hago pequeño, soy hormiga ante el sofá, las escaleras son de gigantes, y mis piernas de mamífero infante dan tímidas zancadas. Soy incapaz de realizar el mundo a mi alrededor, no lo puedo reflexionar, soy ignorante a lo que pasa metros de mí, estoy en un diálogo mudo conmigo mismo, un monólogo sin palabras, sólo de risa.
Porque me río, me río mucho; no tengo motivo, simplemente me río. Oigo una voz que grita y dice “¡Eso hijueputa!” y al unísono de la exclamación yo suelto carcajada; veo un vaso lleno de billetes, una torta blanca, veo mirella en el aire, ojos rojos, veo cada cosa y para cada una tengo una risa. No hay quien me pare, tampoco hay quien me entienda, soy espectador de la comedia más fina y ridícula, mi conciencia sucumbe a un ejercito de arlequines y bufones que no cuentan chistes, sino que me hacen cosquillas, en la memoria, amainando el recuerdo más gracioso y dándolo ante mí servido en una bandeja de porcelana.
No he parado de reír, y me aprecio secándome las lágrimas que escapan de mis ojos, respiro profundo para calmarme y entonces me pregunto ¿cuánto tiempo llevo en la euforia? Es decir, aquel grito ¿fue hace instantes o hace minutos? Me inquieto, siento incertidumbre, dónde ha ido el tiempo, me increpo, que aparentemente me ha dejado a la merced del azar. Debo saber y me acerco al mismo rostro que alguna vez en la noche me habló de alguna cosa, lo tomo del hombro, hago una pausa “Parce, hace cuánto tiempo vos y yo estábamos hablando”, me mira desconcertado, sin embargo, se ríe, y entonces, yo me río. Acepto que soy ahora un viajero, tengo el título de cosmonauta que monta sin navío las contingencias del tiempo, no sé más de aquella línea recta en que los cuerdos creen que existen las cosas: que la piñata fue antes del baile, luego sonó Otra noche en Miami y más tarde una chica salió en Uber; qué importa, yo me he emancipado de la tiranía del orden, y lo mío son hitos que destellan entre sombras.
Eventualmente concilio mi presencia con la realidad, bueno, más-o-menos, pues ahora el viento se vuelve denso, agua, y todo se mueve a un ritmo armonioso, natural. Yo que soy pez, mi cuerpo adquiere inercia: el movimiento se prolonga, insistente, como ráfagas expedidas de las caderas de una ninfa bailando a mis espaldas, sensual, lento, volviendo y avanzando, repitiendo una canción de cumbia, de fuego y otras de arena; sujetándome la cabeza al ritmo sonoro de la luna. Mientras tanto, mi mente surca matorrales de colores, vaga en la pradera amenizada de la memoria: piensa en ojos de libertad y en sus musas quiméricas que le acompañan a dormir todas las noches en las redes de sus pelos.
Ahora mismo siento sequía, la boca se ha bebido a sí misma, como embriagándose por sus propias palabras, de los versos marinos que ella misma ensambla para el deleite de una oreja sin pendientes, es insaciable y entre mis labios hay desierto; faltaría garrafas de ambrosía para domar su sed de sirena y súcubo. Así, mi lengua reposa en una duermevela irresistible, obligada a hibernar en una madriguera húmeda y estrecha. Hablar resulta inútil, afortunadamente, es incensario.
La madrugada asoma sin prisa por las ventanas. Yo estoy exhausto, he corrido una maratón, he nadado los océanos y no pienso. Mi mente está en blanco, soy un bebé agotado por el parto, asombrado luego de haber sido expulsado del vientre idílico; estoy desnudo, entonces me congelo con el mero soplido. Sin hacer ruido busco las cobijas, me enrollo entre las mantas hasta que estoy acostado sobre unos senos tibios, en un abrazo cálido, con las manos suaves de náyade que peinan mi cabello. He regresado al cielo, que es materno, y dormiré medio día hasta tener que volver a nacer.
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