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Paraísos artificiales: Mariana

Foto del escritor: Juan José MesaJuan José Mesa

Actualizado: 5 jul 2020

Alguna vez leí que el ápice de la lengua acumula el mayor número de receptores de sabor, entonces ahí sitúo el cuadrado –más bien un triángulo isósceles, para compartir–. Al cabo de unos segundos se destila de su superficie un amargo, siento una fuente de agua cuyo afluente desborda lentamente su vasija, impregnado de su tinta todo lo demás. Sin más preámbulo trago; la promesa anida y el viaje se anticipa.


Las horas siguientes son de sugestión, de ver donde no hay y poner a prueba la imaginación, así como el ímpetu para engañarse a si mismo y vacilar en el placebo. Toda la noche ha sonado House, y un rostro de cyborg asoma en la pantalla, que no veo, porque concentro la mirada en la pared de enfrente –ladrillo-muro–, la cual tiembla al bañarse de cian, con el ritmo del bajo. Es inverosímil que, en vez de una vea dos, o quizá la misma, pero que abandona su forma de piedra para desplazarse en espíritu, dando para mis ojos agudizados imagen de la disociación. Muro y meta-muro, en cualquier caso, no pueden ir muy lejos uno del otro sin la música que fija el sentido de su vibrar. Me río.


No obstante, tímidamente descubro que Mariana no es de observar, en cambio su influjo aviva cuando cierro los ojos, en el puro-negro. Así, en el oscuro diviso los sonidos, cada nota proyecta una línea recta, colorida, sin principio ni final. Si la canción marca pausa entonces mi fantasía de paralelas se aquieta, más si el beat acelera veo fragmentarse cada acorde, cada golpe de hit-hat y cada décima de melodía es un retrato único, y cada set un baile de formas obtusas, curvas y perpendiculares.


Me parece infaltable escuchar Pink Floyd, y con Time me en-si-mismo contemplando el prisma reluciente que hace del rayo arcoíris. Comprendo que estoy a-punto, pues el color se distorsiona y los objetos se acercan a mí, todo sigue una trayectoria sutil, pero impasible, de querer levitar y dejar en el suelo la apariencia, de volar. Mis ojos no tienen reposo fiable, mis pupilas dilatadas son un lente análogo que según el torque verá entre-líneas, nítido o simplemente borrasca: soy el poeta Halley, surco la bruma en mi aeroplano, sin saber qué me depara tras las nubes que difuminan el norte, si el tornado y la sombra, el huracán y el volcán, o la pradera del sueño de Swann.


No me libro del vórtice, que sé ahora es la luz, de hecho, cuando me quedo quieto compruebo que no es el mundo el que se mueve, sino yo mismo, que soy abducido por los rayos luminosos que penetran mis párpados. Mis manos, mis pies, mi mandíbula, mi espalda, la órbita de mis ojos, todo mi cuerpo se hace alcalino, e imantado soy conducido hacia el centro, que es la única verdad. Percibo la realidad no en segundo sino milésimas, tomar mi termo de metal cromado es un acto de eternidades, de sentir el pulso de mi sangre hasta la punta de mis dedos, de notar la tensión del músculo en mi brazo que se erige, de tensar el tendón como el sedal de cientos de brazas que unía al Viejo y el Marlín.


Me derrito, comienzo a ser magma, que se derrama despaciosamente en el sofá, que se diluye en el aire, que pretende cubrir todo con su esencia de azul grisáceo. No hay gravedad, sin embargo, y en verdad no soy esperma que chorrea de vela hacia el suelo, pues al pensar que el centro de la tierra es la luna y que Dios podría susurrarme El Nombre para acercarme al cielo, levito. Alzo mis brazos, no, un marionetista juega en su muñeca con los hilos que anudan mis extremos. Él mueve mi cuerpo desde el infinito, devana su madeja que conduce mi movimiento, quiere elevarme, y yo quiero ser astral para ir a las estrellas.


La noche, que hace mucho es madrugada, termina para mí con el abrazo materno de una ninfa, que acurruca mi cabeza en sus pechos y me da besos en la mejilla; no vi elefantes irrumpiendo de la tierra, pero me quedo dormido con una sonrisa, que desaparece lentamente. Mucho o poco después despierto, afuera el cantar de aves que anuncia la fragancia del alba, y ya no sé si dormí luego de ser títere, o quizá luego de haber visto el ladrillo azul tambalear.

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