No sé cómo llegué aquí. Soy un cosmonauta que había perdido su trayecto y vaga por el espacio. Hace unos meses vi la luz de un planeta en la lejanía, me llamó. Me costaba trazar la ruta adecuada, cómo aproximarme sin resultar quemado o pulverizado por un asteroide. Orbité su gravedad en la distancia, tímido, pero deseoso. Veía en su atmósfera una nube púrpura y mares profundos, era fértil y en él la vida. Las corrientes y los flujos, quizá Dios incitando, me fue acercando sin premura a sus anillos. Reía y confiaba, era único y sus lunas un gesto de confianza. Navegué toda su superficie y fue ambrosía; quería perforar su cielo y caer en picada a sus praderas. Más aguardaba, podía errar mi curso y morir en el aterrizaje, o llegar a un desierto para la inanición que me espera.
Y así fue como un instante, porque fuera de ti no hay día o noche, en que la foto de mi hogar fue nostalgia. En mi consola el recuerdo de lo que había perdido y lo que nunca podría ser. Pensaba en los mangos y los naranjales de mi padre, y contemplaba ese rostro de ojos café que fue mi último día en la tierra, y que había sido mi guía por la deriva del universo infinito; y lloré. Contemplando este planeta sin nombre, vi abrir sus dunas y me abrazó un calor cómplice. Y llegué a ti.
Hoy contemplo una cascada de leche mientras talo los árboles para erguir mi morada. Sonrío porque la añoranza de mi tierra es sólo anécdota, y no lamento haber zarpado a la incertidumbre del universo. Y he dejado de sentir que me he perdido, y me doy cuenta que éste era mi camino: a ti, Saturno, que me has dado sentido.
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Diciembre 2019