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Ramón

Julio 2020

Comencé a trabajar muy pequeño, cuando tenía unos trece años. Recuerdo con detalle esa época. Pablo Pereque, hermano de Lola, me dejaba ir a su depósito en Guayaquil. Allí organizaba las bisagras y los pernos en cajas de metal cromado que luego repartíamos por los talleres de la ciudad; cada viernes me daba una moneda de un peso. Trabajaba en las mañanas, porque en la tarde tenía que recoger a Ángela, Amalia y Nelly en la escuelita. En el depósito siempre había una radio sonando, mientras separaba los pernos por tamaño, escuchaba las noticias de los avances alemanes en Europa.

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Su bisabuelo, Ramón Mesa Uribe, era pianista. Fue muy famoso. Mi mamá siempre solía contarme historias de sus presentaciones en las veladas más prestigiosas de la ciudad: una vez tocó Las Cuatro Estaciones para el Gobernador en la noche de bodas de su hija, y en otra ocasión acompañó el sepelio del Arzobispo de Medellín con El Himno de los Cielos, como en 1896. Su anécdota preferida, sin embargo, fue aquella vez que mi papá tocó personalmente en el salón de baile del palacio Amador, allí en la antigua esquina del Parque de Berrío. Don Coriolano Amador estaba celebrando su llegada a la Asamblea Departamental, era su primer cargo como diputado luego de ser concejal, por lo que invitó a todos los suyos y los Uribe Lerna. Inclusive, me decía la vieja, estuvo Gonzalo Mejía, que aunque nunca apoyó a los liberales radicales que representaba Amador, tenía ojo para los negocios y admiraba las minas de oro de El Zancudo.

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No obstante, mi papá murió de dolor. Una arista filuda desajustada de los tubos menores del órgano de la Iglesia de la Veracruz, donde tocaba todos los domingos, le cortó la pantorrilla; al cabo de unas semanas le amputaron las piernas, sin más anestesia que tronco y trapo entre los dientes. Tras su muerte no quedó nada para nosotros. Los títulos valores, el ahorro en el banco y los lotes en El Pantanillo se esfumaron. Todos los ricos para los que mi papá tocó esmeradamente con la promesa de “mañana cuadramos” dejaban esperando en la puerta a Lola cuando iba a cobrarles. Eventualmente vendimos la casa de Prado para mudarnos a Ecuador, a la altura de Moore, y yo dejé la escuela para trabajar con Pablo Pereque.

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En el depósito estuve hasta los veinte; luego de las bisagras aprendí sobre cableado y electricidad. Pablo Pereque nos mandaba a las casas de la gente para instalar tomas, lámparas y tirar la conexión a los postes de energía. Afortunadamente era joven y no viejo cuando trabajé para Pablo Pereque, porque la vida en el depósito era dura. Mosquera y El Zarco quedaron mochos, uno del brazo izquierdo y el otro del diestro, cuando la grasa de los guantes recién usados para barnizar impidió que giraran la cabrilla del camión, bajando de Buenos Aires, y quedaron sepultados entre cerdos descuartizados en una carnicería. A mí este ojo se me quedó chueco cuando me mandaron a revisar las luces del Teatro Junín; el proyector que habían importado desde Nueva York consumía tanta electricidad que dejaba a oscuras todo el teatro, por lo que se me ocurrió tirar un circuito paralelo para la iluminación de la sala. Al dueño le pareció que eso costaría mucho y aumentaría el cobro de la energía, por lo que me hizo repartir la corriente entre el proyector y los focos; tenía que ser tan exacto, que de tanta fuerza que hice comparando los voltímetros, me quedé ciego de un ojo.

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La vida me cambió mucho cuando conseguí el puesto de maquinista en la metalurgia de Industriales, si, esa misma a donde usted va los fines de semana, que le montaron un museo. Pablo Pereque me presentó a Juan Diego una vez escuchado tangos en Bolívar. Él operaba la pulidora que daba el acabado a las láminas de acero. Varias veces lo acompañé y aprendí cómo girar las manivelas y acomodar los discos, hasta que una tarde, cuando esperaba sobre los hornos de fundición que dejara el puesto, su supervisor, el Gordo Fabio, me dijo que Juan Diego había renunciado para vivir con los hippies de Carolo, entonces me ofreció la vacante. Al otro día era obrero.

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En esa fábrica duré hasta mi jubilación. Trabajaba más de diez horas al día, pero ganaba más de un peso a la semana; por primera vez tenía un salario. Para esa época yo ya estaba casado con Ruth y su papá iba al colegio. Ramón Javier nunca fue tan inteligente como Juan Carlos, y quería estudiar Educación Física. Él no pudo pasar a la de Antioquia, pero, por fortuna, se ganó la beca que la empresa regalaba a los hijos de los obreros, y así estudió economía en la Medellín. No teníamos lujos, pero siempre hubo comida para nosotros ocho; con un crédito de la cooperativa pudimos comprar un lote en Aranjuez y construir. En cemento con anilina, antes de poder comprar baldosas, con láminas de metal –esas me las regaló la fábrica– antes de construir el segundo piso, y jalboa en las ventanas mientras ahorrábamos para el vidrio.

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En los setentas todos los obreros de la fábrica estaban afiliados al Sindicato, pero yo no. No entendía porqué rasgaban los asientos de los buses y faltaban a su turno el primer viernes de cada mes. Nuestro trabajo era arduo y es claro que podrían pagar más, sin embargo, nos iba mucho mejor que a los demás trabajadores, con excepción de los textileros. Yo montaba moto, tenía una chopper Fat Boy; en las primeras vacaciones que saqué en la fábrica me fui con ella a recorrer el país, haciendo la Vuelta a Colombia detrás de Ramón Hoyos Vallejo, con las gafas de aviador que a usted le gustan.

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Eso es, mijo. Más joven que viejo pude jubilarme y de ahí vinieron los años haciendo recados con un Mazda 6 que compré, cuando lo recogía a usted en el colegio, por el Estadio; lo mismo que nuestros días ahora en San Javier, de cuando esa historia por la que tanto me pregunta, en que a mis setenta y cinco años me tuve que esconder bajo la cama casi dos días enteros, mientras se iban los helicópteros y se acababa la Operación Orión. Pero ese cuento ya te lo sabés

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